La espera
es el ácido de la edad
y las
edades son caretas de adictos
a los
sicotrópicos severamente ilusorios.
Me
acuna un verso malnacido
y el
racimo de explosiones me devuelve
al
grito de la adolescencia
donde
el tránsito era un suicidio
por motivos
de puro e ilógico desamor.
Una
coleta de raros giros roza mi tez
ahora que
la senectud anida en el rincón
de las
discrepancias indeterminadas.
Hubo
una caricatura de mí mismo
sobre
la almohada del ahogo constante;
hubo
un tercio de mi masa gris
bajo
la sombra de un esqueleto rancio,
y
siete golpes de amabilidad retorcida
en el “adiós”
que beatificó la huida.
Pero todo
el significado del tiempo
no es
más ni menos que una constante
asesinada
por los relojes del último bostezo.
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