Voy gritando descaros por
las calles enlutadas
y nadie es capaz de avivar
mi espíritu caído.
Acaso sea la consternación
de esta mano herida
de escribir más de lo
debido, o la cuestión
que me estimula todas las
noches, todos los sueños,
todos los espejismos anómalos
que provienen del éter.
Me regodeo al saber que
conservo un ataúd impoluto
y cincuenta azotes de
cera con los que lograré extirparle
los ojos indignos al dios
acalambrado e inhumano.
Alucino con las explicaciones
de los seres aparentes,
de las sirenas envilecidas…
Todavía creo que hay vida
tras este nervio impúdico,
aún comento con mi almohadón
de ensueños sempiternos
lo mucho que me angustian
las púas de las nigromancias.
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